Por: Andrea Aguirre, 5° D

Caminaba por la fachada de su casa, ansioso a la espera del hermoso atardecer que estaba próximo a llegar. La luz y la claridad lo reconfortaban, pues sus ojos azules se fijaban en la caída del sol en aquel horizonte, anhelando que nunca acabara. Bajó la mirada y se fijó en sus manos, recordándose de cuando ellas eran jóvenes, lisas e inocentes, pero que hoy en día sostenían firmemente una botella verde oscura de gran peso, casi como de costumbre. En medio de esta reflexión, tropieza con un tablón de madera que, por los años que tenía la casa, había perdido su estabilidad, despertándolo de sus pensamientos melancólicos. Frunció el ceño por el susto, y su caminar se volvió más afanoso; daba cada paso más rápido que el anterior, dejando notar lo histérico que un hombre de cuarenta años puede ser.

A la mañana siguiente, se encontró con la botella vacía y con una desesperación por abrir la siguiente, para así poder olvidar el tormento que la oscuridad le provocaba. Empezó a pensar si alguien se había detenido a ver el cartel que estaba colgado en la puerta de su casa unos meses atrás, el cual tenía un “ALQUILO” escrito en él, junto con su nombre y número de teléfono. “¿Quién querría esta vieja casa?” Se preguntaba, fijándose en el techo y las paredes que estaban adornadas con cuadros y tapices, gastados por los años. Caminó por los pasillos, buscando llegar a la cocina para prepararse su desayuno y, al destapar su bebida favorita, algo le interrumpió. Estando tan apartado de la ciudad, no había sonido que lo perturbara. Sin embargo, un ruido le asombró en el acto. Era el teléfono, lo estaban llamando.

Apresurado, fue en busca de aquel “maldito aparato”, como suele decirle. Contestó en seguida.

— Buenos días, ¿se encuentra el señor Tomás?— escuchó hablar por el teléfono.

Se quedó absorto. —Él habla, pero ¿qué desea?—. Respondió con voz dudosa, sin entender quién podría llamarlo, siendo un hombre de pocas amistades y el único de su familia en vida.

— Llamo porque estoy buscando donde vivir y ayer me encontré con su cartel. Quería saber si aún estaba alquilando su morada.

El sujeto tenía una voz grave, así como un locutor de radio que cada mañana anuncia el despertar de la ciudad. “No debe tener más de cincuenta años” pensó, tratando de imaginarse el aspecto de aquel sujeto. Impresionado por la pregunta que le hizo, Tomás le respondió en seguida con entusiasmo.

— ¡Sí!, aún estoy alquilando la casa. Si está interesado, podría venir hoy en la tarde para que pueda darle un vistazo.

Le sorprendió que el señor haya aceptado, con tan poco tiempo de advertencia, hacer la visita. Normalmente, las personas suelen tener agendadas muchas cosas para el día, ya sea por el trabajo o solo por diligencias propias. Sin embargo, aquel sujeto parecía encontrarse libre para ver la casa a las cinco de la tarde, según lo acordado.

Tras colgar el teléfono, Tomás prosiguió con sus asuntos matutinos. Se preparó el desayuno que acostumbraba: huevo pasado, una rebanada de pan, y una copa de la bebida que tanto anhelaba tomar desde que despertó. Al acabar, se fijó en el reloj que estaba postrado en la mitad del comedor, que marcaba las doce del mediodía. Era una máquina que siempre había visto en su casa desde que tiene memoria, junto con los ruidosos sonidos que producían las manillas, oxidadas, que cambiaban a cada segundo. Tomás comenzó a ver el reloj, dándose cuenta que nunca se había detenido a verlo detalladamente. Junto al sin secar sonido “tic toc, tic toc”, comenzaron a venirle recuerdos de su infancia, mientras llenaba una copa tras copa. Al paso del tiempo, comenzó a pensar en sus ocho años, cuando…

Sus recuerdos fueron interrumpidos.

Se le derramó un poco de bebida en el pantalón, dejando un rastro de rojo oscuro en su pijama. Volteó rápidamente a ver su pantalón y puso la copa sobre la mesa, con tanta fuerza que el resto de líquido se regó en el mantel. Después de varios intentos en vano de quitar la dichosa mancha, se recordó de la visita que vendría y, viendo el reloj, se percató que ya eran las cuatro de la tarde.

— ¿¡Cómo es posible que esa sea la hora!?— gritó, mientras se paraba furioso del comedor haciendo escándalo por toda la casa. Tropezaba un poco con la mesa y se agrarraba de las paredes ya que se había mareado por lo rápido que se levantó de la silla y por las copas que se había tomado. Buscaba llegar a su cuarto a arreglarse, ya que la visita estaba próxima a llegar.

Apresurado, tomó la primera camisa que vio y la extendió sobre su cama, junto con unos pantalones que estaban arrugados en la ropa sucia. Intentó aparentar que estaba recién salido de la ducha al mojarse la cabellera negra lacia con agua y peinarla hacia atrás. Pero lo que delataba su falta de pulcritud era el olor a alcohol que emanaba de su boca, por lo que se vistió y se perfumó todo el cuerpo, en un santiamén.

Tomás regresó al comedor a fijarse en la hora y a servirse otra copa. Apenas vio que eran las cinco en punto, se escuchó que alguien tocaba la puerta. Respiró profundo para calmar su ansiedad, y fue a abrir.

— Buenas tard…— Se le cayó la copa a Tomás, derramando todo el líquido en la alfombra que decoraba la entrada de la casa y los zapatos del sujeto. Se sorprendió al ver a su invitado. No era un hombre joven o adulto como esperaba, sino un viejo que se le notaba en la cara arrugada todos los años que cargaba consigo.

— ¡Disculpe! Fue un accidente— siguió Tomás, apenado, e inmediatamente se agachó para limpiar el desastre.

— No se preocupe, ya estaba por botar estos zapatos — dijo el viejo, con un tono pasivo.

— Pase por favor, y permítame le invito una copa de vino —.

Los dos entraron y se sentaron en una sala pequeña que tenía dos muebles un poco gastados, junto con una mesa de vidrio en el centro. Había una ventana detrás de uno de los muebles que daba al horizonte justo en el atardecer. En las tardes la luz era nítida, y hacía parecer a este ambiente como un lugar oscuro y cálido. Al acomodarse en sus asientos, la visita se quitó el abrigo que llevaba puesto y lo dejó a un costado del sofá.

Tomás se dirigió a la cocina a buscar la botella y llegó a la sala con dos copas llenas.

— Es una casa muy acogedora, y sobre todo bastante silenciosa — dice el viejo, volteando a ver los tapizados y contornos de la sala, mientras que Tomás le extendía una copa, la cual tenía restos de un polvo por el borde. Al viejo le pareció raro pero, pensando que era un sucio, lo limpió y prosiguió a beber.

— Sí, realmente es un muy buen lugar para reflexionar. Yo encuentro bastante tiempo aquí para darme cuenta de cosas que, con lo bulliciosa que es la ciudad, ni me hubiese puesto a pensar. Es como aquella historia de un joven muchacho que vivía por este vecindario. ¿Ha oído hablar de él? — le respondió Tomás, con una intriga por saber un poco más de su visita.

— No sé nada de tal historia, y mucho menos de un muchacho, ¿por qué? ¿Ha pasado algo por este lugar?—. El viejo se mostraba interesado en escuchar aquella historia. Pudo haber sido por simple curiosidad, o por saber más sobre el lugar al que planeaba mudarse.

— No recuerdo el nombre del chico — comenzó a contar Tomás — pero tiene una historia un poco delicada. Según dicen, tuvo una infancia un poco fuera de lo común que hasta hoy en día, que el chico ya creció, sigue viviendo el recuerdo de lo ocurrido cada noche, cuando se encuentra solo en la oscuridad —.

— Ah… pues esperemos que siga mejor. Y… ¿Cuánto años tiene esta casa? — preguntó el visitante, con muchos nervios. Se notaba que intentaba cambiar de tema, y comenzó a trabarse en las palabras que decía. Prefirió callarse y tomar un poco de vino.

Tomás se dio cuenta que el viejo estaba comenzado a actuar extraño. Sudaba un poco por la frente, sus manos huesudas y delgadas temblaban, y se había acabado ya la copa de vino. Por esto, quiso proseguir con la historia y saber el porqué de tal reacción.

— Quisiera primero terminar la historia — siguió contando — el niño a los ocho años le había pasado un terrible suceso que fue lo que lo marcó. Había sido secuestrado. Hasta el día de hoy no se sabe quién fue el que lo privó de su infancia. Estuvo por cinco años encerrado en un cuarto sin poder ver nada ni a nadie, solo a una sombra oscura que todos los días, a las doce del mediodía, le llevaba lo mismo de comer: huevo y pan. Cuando fue liberado, se encontró con que su madre se había suicidado por el dolor que le provocó la falta de su hijo, y que a su papá lo encontraron muerto en un callejón por exceso de alcohol.

— Señor Tomás — le interrumpió el viejo, con nervios muchos más notorios que los anteriores — Disculpe que lo interrumpa, pero creo que ya me debo ir. Se está haciendo tarde y debo llegar a la ciudad antes del anochecer—.

Al decir esto, se paró con lentitud y se sintió mareado. Sonó un golpe contra el piso. El viejo se había caído de rodillas por el malestar que sentía, y no entendía de dónde provenía tal agotamiento.

— Era menor de edad el chico, por lo que se mudó con su tía hasta que cumplió dieciocho años, y se fue a trabajar a la ciudad — siguió hablando Tomás sin mostrar interés alguno por ayudar al viejo que yacía en el piso sin poder levantarse. — Años después, ese mismo joven, que ya era adulto, se mudó a una casa alejada de todo el ruido, y pasaba sus noches ahogando su miedo a la oscuridad botella tras botella.

— Por favor… ayúdeme — le suplicaba el viejo a Tomás con una voz ronca, casi como si se estuviera ahogando en sus propias palabras, extendiéndole la mano para que le ayudara a pararse.

— Hasta que un día — continuó Tomás, agachándose al costado del viejo y viéndolo a los ojos fijamente —  recibió una llamada inesperada de una persona que él pensaba que era joven, adulta, entre los cincuenta años, pero resultó ser aquel que una vez lo había mantenido encerrado bajo una eterna y oscura prisión de la cual no tenía escapatoria.

Cuando acabó de pronunciar estas palabras, el viejo cayó sobre el suelo, sosteniendo la copa con lo que quedaba del vino, dando sus últimos suspiros, con una lágrima de sangre.

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